La resurrección de Jesús: acontecimiento central de la vida cristiana
“Si decimos que Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”
La resurrección de Cristo no es un invento de los apóstoles, pues nadie inventa una mentira para salir perjudicado sino para hacer negocio. Tampoco es fruto de la sugestión, pues ellos insisten en que estaban bien serenos todas las veces que vieron al Resucitado y que tocaron su cuerpo y hablaron con Él.
La resurrección es la clave de nuestra fe, pues demuestra que Dios está con Cristo, que su mensaje y su persona los respalda Él. Por tanto, se puede incluso afrontar la muerte porque se sabe que hay otra vida.
En el núcleo de la catequesis, oral o escrita, que hacen los apóstoles, a partir de Pentecostés, suele encontrarse un resumen de la vida de Jesucristo, desde su bautismo por Juan: se alude a su predicación, avalada por milagros, a su dominio sobre los demonios, y de manera particular a la pasión, muerte y resurrección, y al final se formula una invitación a la penitencia y al bautismo: "haced penitencia, y que cada uno de vosotros sea bautizado en el nombre de Jesucristo para la remisión de los pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2,38).
Siempre la resurrección es un tema fundamental en la enseñanza de los apóstoles y en la fe de los cristianos, desde el primer momento: se subraya la verdad del hecho de la resurrección de Cristo, en la que su alma que había descendido a los infiernos, o sea al Seno de Abraham (1Pe 3,19) volvió a informar su propio cuerpo. Alma y cuerpo su naturaleza humana , que son los mismos que tuvieron su inicio con el anuncio del Angel, cuando el Hijo de Dios Hecho Hombre, fue concebido por obra del Espíritu Santo, en las purísimas entrañas de la Virgen María (Lc 1,26 38), y «el Verbo se hizo Carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).
El cuerpo vivo de Cristo Resucitado fue el mismo que nació en Belén (Lc 2,1 70, y que fue a Egipto (Mt 2,13 18), y después a Galilea (Mt 2,22), anduvo por los caminos de la Tierra de Israel, o de Fenicia Tiro y Sidón (Mt 15,21 28) y de la Decápolis (Mc 7,31 37) o de Cesarea de Filipo (6, 13 20), que sufrió su Pasión y Muerte en Jerusalén (Jn 18 y 19), que en la Cena se hizo presente bajo las Especies Eucarísticas (Mt 26,26 29), que vendrá al fin de los tiempos con poder y majestad (Mt 26,64; Act 1,11), y que vivirá por los siglos de los siglos (Ap 11,15).
Las marcas de las heridas de la Pasión, en sus manos y pies, y en su costado abierto (Jn 20,19 29), son como un trofeo glorioso, que recuerda los sufrimientos de Cristo, que nos rescataron, y constituyen como una confirmación de esa continuidad del mismo cuerpo de Jesucristo en las diversas fases de su vida. Así, los apóstoles y los que estaban con ellos dicen con convicción: «el Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,33 34). San Pablo puede decir, dentro de una argumentación compleja, y en un tono polémico, que «si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe» (1Cor 15,16).
Autenticidad:
La resurrección de Cristo no es un invento fruto de la sugestión o del interés. Los relatos y las persecuciones que sufrieron los apóstoles lo confirman.
Consecuencias:
La resurrección de Cristo demuestra que Dios está con Él y que todo su mensaje, incluida su divinidad y la vida eterna, es verdadero.
La Resurrección es un hecho histórico, pues lo que acontece tiene lugar en la historia de los hombres que viven en esta tierra, sujetos a la medida del tiempo. Cristo muere y Cristo resucita. Los apóstoles y las mujeres pueden comprobarlo de una manera palpable, tanto como para abrazar sus pies, verle ingerir alimento o introducir sus dedos en los agujeros de los clavos.
Cristo resucitado no es una visión, ni el fruto de una sugestión o una alucinación colectiva. Mucho menos es la consecuencia de una invención elaborada para poner en marcha un mito, una leyenda, que generara grandes beneficios a sus creadores.
Pero, ¿por qué podemos afirmar todo esto con una rotundidad absoluta que despeje toda duda?
Pruebas
En primer lugar, los relatos evangélicos de las apariciones del Resucitado muestran unos rasgos atípicos, que se desmarcan de lo que hubiera sido normal en el caso de que hubieran sido inventados. Por ejemplo, Cristo se aparece en primer lugar a las mujeres; eso es imposible de inventar en aquella época, pues el testimonio de la mujer no tenía valor -en cambio, el Señor, le pide a Magdalena que se convierta en heraldo de la resurrección ante los mismos apóstoles- y, por si fuera poco, tal y como está presentado el relato, los apóstoles vuelven a quedar en mal lugar, lo cual hace imposible que este relato pudiera haber sido inventado por ellos o por sus legítimos sucesores. Nunca se hubieran atrevido a decir -salvo que fuera verdad- que se había aparecido a una ex prostituta -María Magdalena- antes que a Pedro, el líder de la Iglesia.
Por si fuera poco, no sólo se nos cuenta que Magdalena no reconoce en un primer momento a Jesús, sino que los apóstoles no creen en lo que ella les dice, confirmando así la sospecha de que no creían en la posibilidad de que Cristo resucitara, a pesar de que el Maestro lo había dicho una y otra vez.
“Los evangelios -dice el Catecismo en el nº 643-, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos (‘la cara sombría’: Lc 24,17) y asustados (cf. Jn 20,19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y ‘sus palabras les parecían como desatinos’ (Lc 24,11; cf. Mc 16,11.13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua, ‘les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado’ (Mc 16,14)”.
“Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24,38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24,39). ‘No acababan de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados’ (Lc 24,41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, ‘algunos sin embargo dudaron’ (Mt 28,17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un ‘producto’ de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació -bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado” (nº 644).
En cuanto a la posibilidad de que los relatos sobre las apariciones hubieran sido un invento para hacer negocio a costa de la fe de los ingenuos, basta con pensar en el “negocio” que hicieron los apóstoles: persecuciones, torturas y muerte fue lo que recibieron por obstinarse en decir que Cristo había resucitado. Con claridad se ve en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, que se les ofrecía la paz a cambio de que cambiaran el discurso. a lo que ellos contestaban, sin dudar, que había que obedecer a Dios antes que a los hombres y que, por ello, debían seguir dando testimonio de lo que habían visto, oído y tocado: que Cristo estaba vivo, que había resucitado.
Las apariciones de Jesucristo resucitado en el caso de las mujeres, precedidas por el anuncio de ángeles a los que deberán ser sus testigos, que se encuentran referidas en los libros del Nuevo Testamento son, por orden cronológico, las siguientes:
1. A María Magdalena (primero, de dos ángeles sentados, vestidos de blanco: Jn 20,11 13; y luego, de Jesús: Jn 14 18; cfr. Mc 16,9 11).
2. A las santas mujeres (primero de un ángel, de aspecto como el relámpago, y vestido como nieve: Mt 28,1 7; de un joven sentado con una túnica blanca: Mc 16,1 8; de dos varones con vestidura refulgente: Lc 24,1 11).
3. A Pedro (Lc 24,34; cfr. 1Cor 15,5).
4. A los discípulos de Emaús (Lc 24,15 31; cfr. Mc 16,12 13).
5. A los apóstoles (1) (Mc 16,14; Le 24,36 45; Jn 20,19 23; cfr. 1Cor 15,5).
6. A los apóstoles (lI) (Jn 20,26 29).
7. A siete discípulos (Simón Pedro; Tomás o Dídimo; Natanael; los dos hijos de Zebedeo Santiago y Juan ; y otros dos): (Jn 21, 1 14; y en 15 23: diálogo con Pedro y referencia a Juan).
8. A los once, en Galilea (Mt 28, 16,20; cfr. Mc 16,15 18; Lc 24,46 49).
9. A quinientas personas, en Galilea (1Cor 15,6).
10. A Santiago (1Cor 15,7).
11. A los Apóstoles, en los cuarenta días que precedieron a la Ascensión (1Cor 15,7) (cfr. Act 1,2 3; 4 11).
12. En la Ascensión (Le 24, 50 52; Act 1,9 12; Mc 16,19 20).
13. A Saulo, camino de Damasco (Act 1 16; 22,2 21; 26,9 20).
Pero, ¿por qué es tan importante la resurrección?
El Catecismo dice, citando a San Pablo: “Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Co 15,14). Y añade: “La resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido” (nº 651) “La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su resurrección” (nº 653). “Por último, la resurrección de Cristo -y el propio Cristo resucitado- es principio y fuente de nuestra resurrección futura” (nº 655).
Una prueba incuestionable
La muerte de Cristo en la Cruz, como un bandido, representó a los ojos de los apóstoles y de todo el pueblo -menos de la Virgen y de algunas mujeres- una prueba de que las enseñanzas del Señor eran falsas. La primera de esas enseñanzas, la clave de todas las demás, era la pretendida relación especialísima entre Cristo y Dios. Para los judíos, y también para nosotros, era imposible que Dios dejara morir de ese modo a su enviado, sobre todo si éste tenía las pretensiones de divinidad que, en el fondo, habían provocado su condena a muerte.
Precisamente por eso, la resurrección de Cristo significó lo contrario: Cristo estaba, de verdad, apoyado por Dios. Todo lo que Él había dicho era verdad, incluida su divinidad. Era verdad también que el amor es la mejor manera de construir un mundo justo. Y, además, aunque te quiten la vida, no tiene tanta importancia pues estás seguro de que tras la muerte sigue existiendo vida, hay un premio eterno y maravilloso para todos aquellos que han sido fieles al Señor. Por eso precisamente a los apóstoles, tan cobardes antes, ya no les importó morir. La resurrección de Cristo demostraba que podían ir al encuentro de la muerte con la seguridad de que iban al encuentro de la vida.
El Cuerpo de Cristo resucitado, si bien como espiritualizado, tiene las dotes de los cuerpos celestiales: glorificado, impasible, ágil y sutil (1Cor 15,44 49), de cuyas cualidades y a había tenido alguna anticipación: en el nacimiento, cuando, como desde el sepulcro, salió a la luz sin romper los maternos sellos virginales, y en el Monte Tabor, «se transfiguró y su rostro se hizo resplandeciente como el sol, y sus vestiduras, blancas como la nieve» (Mt 17,1 13). El mismo Cristo glorioso, aunque velado por las apariencias del pan y del vino, es el que se hace presente en el Sacrificio de la misa, y cuya segunda definitiva venida al final de los tiempos, se recuerda también juntamente con la primera cada vez que se celebra la Eucaristía: «todas las veces que comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz anunciareis la muerte del Señor hasta que venga» (1Cor 15,26).
Pedro Martínez